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WWW.ELMUNDO.ES / Luis Martínez / Jueves 16 de Enero
Muere a los 78 años David Lynch, director de 'Twin Peaks' y 'Mulholland Drive', figura capital del cine contemporáneo e imprescindible creador de ausencias
Muere a los 78 años David Lynch, director de 'Twin Peaks' y 'Mulholland Drive', figura capital del cine contemporáneo e imprescindible creador de ausencias

El director estadounidense confirmó el pasado mes de agosto en un mensaje en redes sociales que sufría un enfisema

 

 

"Un artista", comentó David Lynch en una visita a Madrid en 2013, "no sufre al mostrar el sufrimiento. Cuando te enamoras de una idea, por muy turbia que sea, es siempre un proceso placentero, liberador, creativo. Puedes rodar una escena horrorosa, pero eres dentro de ti feliz. Esa es la clave". La frase salió de su boca a la vez que lo hacía el humo. Lynch fumaba, tomaba café y hacía películas. No por este orden necesariamente. El jueves murió a los 78 años. Le acosaban sus pulmones, un enfisema y el propio aire que se negaba a compartir espacio en su pecho con la nicotina. Su familia escribió en las redes que su desaparición deja "un gran agujero en el mundo" y, en efecto, pocos creadores han definido de forma tan ajustada, y a la vez disparatada, la modernidad en toda la extensión de la palabra incluyendo todas las extensiones imaginables de la propia palabra: tardomodernidad, posmodernidad, criptomodernidad... Lynch fundó un universo en sí mismo, su obra fue él, hasta convertirse en referencia obligada no solo del cine contemporáneo sino del arte, del proceso creativo en cualesquiera de sus formas sublimes y ridículas, y de la parte de atrás de nuestra conciencia.

 

Como él mismo diría: "Mantén la vista en el dónut y no en el agujero. Hace un día precioso, con un sol dorado y cielos azules por todas partes". Ese es el mensaje que sus familiares han querido que quede de él.

 

En su ensayo "David Lynch conserva la cabeza", David Foster Wallace hablaba de un humor "en el que lo muy macabro y lo muy rutinario se combinan de tal forma que revelan que lo uno está contenido en lo otro". En otro texto esencial, "El hombre de otro lugar" (Alpha Decay), el periodista y director de programación de la Film Society del Lincoln Centre Dennis Lim se refería a su cine como un cine de ausencias, siempre atento del vacío que deja una imagen al desaparecer. Probablemente, la clave esté ahí en la forma de combinar lo común con lo extraordinario, lo dicho con el silencio, lo inimaginable con la perfecta representación de un sueño compartido por todos, la más genial de las ideas con la sencilla y hasta pedestre descripción del tiempo, del tiempo atmosférico; quizá, decíamos, en ese punto intermedio y contradictorio es donde se encuentre no tanto el secreto de su genio, que quizá también, como simplemente la mejor definición de su forma de estar en el mundo, una manera tan esencial que su desaparición, en efecto, abre una falla radical, una quiebra sin esperanza. Suena tremendo y, en verdad, es solo el principio. Un agujero.

 

Dejó escrito Freud que "lo siniestro causa espanto precisamente porque nos es familiar". Y no lejos, fue Schelling el que se esforzó en explicar el sentido preciso de ese mismo término (Unheimlich) como la manifestación "de todo aquello destinado a permanecer en lo oculto, en lo secreto". Cuando David Lynch visitó España por última vez dedicó la mayor parte de su ocupadísimo tiempo -entre entrevistas, charlas sobre meditación trascendental que no se perdió el propio Pedro Almodóvar y cenas con fans- a beber café. Y a fumar. Como siempre. Él paseaba por Madrid su estampa impoluta de icono de lo nuevo con la camisa abrochada hasta el cuello, y a su alrededor una nube de devotos y curiosos se esforzaba en dar con la clave oculta de ese raro insecto que durante tanto tiempo ocupó nuestros días más oscuros y las más insomnes de las noches. Siempre en el límite de lo comprensible. Siempre pendiente del horror al vacío que se esconde tras cada gesto cotidiano, allí donde la realidad y el sueño construyen el sentido de todo esto. O su contrario. ¿Cómo era posible que un hombre de hablar tan llano, casi simple, y de maneras tan esmeradamente exquisitas hubiera sido capaz de definir en algún momento y con la mayor de las precisiones las más oscuras pesadillas de nuestros días?

 

Y en verdad, ese es el misterio que permanece, el misterio perfecto y claro de David Lynch, un agujero en el mundo.

 

En cada una de sus respuestas siempre elusivas daba la impresión de que eso del cine, o de la televisión, o de nada que no fuera un autismo paciente y ensayado, fuera con él. Lynch despistaba y se despistaba. Contra lo que muchos intuyeron, la proteica, visceral, enigmática y perfecta en su gesto turbio Inland Empire (2006), la película de terror de la era digital, no fue testamento. Justo un año más tarde anunció que volvía la tercera temporada de "Twin Peaks". Lynch no se acababa nunca. Y sigue sin hacerlo pese a su muerte. Y volvió a reinventar la televisión. El final de la segunda temporada en 1992 llegó con una promesa de Laura Palmer de volver 25 años después. Y, efectivamente, ese regreso se produjo en el año 2017 con una tercera temporada de 18 imperiales y lyncheanos episodios.

 

Cuesta trabajo dar con el momento exacto o la intuición primigenia que hizo que Lynch fuera Lynch. La película The Art Life, de Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm, lo intentaba. Y ahí que se lanzaba a un ensayo casi de pura alquimia con la idea de dar con la pulpa primigenia, llamémoslo así; el momento seminal en el que Lynch se condenó a ser Lynch. El documental, eso era, se detenía en Cabeza borradora, la película de 1977 que dio origen a todo. Entre las imágenes de la infancia y la primera adolescencia, el propio cineasta (además de músico, pintor, publicista, provocador, diseñador, padre y ex marido) se exhibía en pleno proceso creativo. Pintaba, filosofaba y se dejaba sorprender por el tiempo en una incesante actividad.

 

En un momento dado, Lynch narraba su encuentro con el pintor Bushnell Keeler. Este hombre no solo le empujó a probar con los pinceles, también le conminó a que leyera el libro que determinó su vida ("El espíritu del arte", de Robert Henri). Y contaba cómo un buen día contempló (o imaginó) al viento agitar las hojas recién dibujadas sobre el lienzo. Fue entonces cuando ideó la obra de técnica mixta Six men getting sick (Seis hombres vomitando): una pantalla esculpida en la que se proyecta una secuencia animada. Sería su primer contacto con el cine. Luego vendrían The Alphabet y The Grandmother. Dos proyectos menores en los que, a su manera, se prefiguraba un mundo. Allí, ya se aprecian las huellas de un universo que discurre "por dentro", en el subsuelo industrial y declaradamente feo de una conciencia arrasada. Todo tan familiar y reconocible como exageradamente extraño. Tan turbio como feliz.

 

Y así hasta llegar a Cabeza borradora, la película que cambiaría el mundo, hasta la propia historia del cine y de la paternidad incluso. Fueron cuatro años obsesivos al margen de todo y todos (es contemporáneo, por ejemplo, de Spielberg, el mismo Spielberg que le invitaría a ser John Ford en Los Fabelman) hasta gestar la obra de culto que, a decir de Lynch, discurre enteramente en su cabeza. En la de él y en la de cualquier espectador que se ve, lo quiera o no, arrastrado por una imagen tan indefinible, lejana y extraña como profundamente íntima. Siempre entre lo uno y lo otro. Una patata que respira con dificultad puede llegar a ser el aliento del universo. Tal cual.

 

Luego vendría, contra toda lógica, el éxito de El hombre elefante en 1980 (la historia de un marginado que como su director acaba por encontrar su sitio en la sociedad) y el sonoro fracaso cifrado en 40 millones de dólares de Dune (la obra preferida de Slavoj Zizek). Y así hasta llegar a Terciopelo azul (1986), el retrato hiperrealista del lento estallido ante los ojos del espectador de la más dulce de las utopías. De repente, la realidad es deglutida en el vientre de la bestia. Cuando Sandy (Laura Dern) le indica a Jeffrey (Kyle MacLachlan) dónde vive Dororthy (Isabella Rossellini), le dice: "Eso es lo que da miedo, que está tan cerca". Y tan lejos a la vez.

 

Con "Twin Peaks" llegaría la revolución. "Ese país de las maravillas semiótico", escribe Lim. Eso o el simple caos. Y el más extremo de los artistas vanguardistas alcanzaría la extraña gracia de la popularidad. El 8 de abril de 1990, 35 millones de estadounidenses se sentaron a ver cómo lo que se había entendido hasta ese momento por televisión les reventaba en las narices. Nada volvería a ser igual. El enigma de un enigma que vive dentro de un misterio. Todo son símbolos, señales, presagios y miedos. Una década antes de "Los Soprano" y de la enésima época dorada de la tele, antes de que nadie imaginara el término 'showrunner', Lynch y Marc Frost acompañados por El Manco, El Gigante, El Hombre de Otro Lugar y el demonio Bob cambiaron las reglas. Eso y, en efecto: "Los búhos no son lo que parecen".

 

La Palma de Oro en Cannes por Corazón salvaje (1990) ("Elvis y Marilyn camino de Oz"); la precuela de la serie tan incomprendida como imprescindible Fuego camina conmigo (1992) (la película que más odió Pumares); ese sueño dentro de un sueño que es Carretera perdida (1997) donde el mundo se convierte en la proyección angustiada de una conciencia extraviada; la 'road movie' al revés (lenta y geriátrica) Una historia verdadera (1999), y la más descarnada reflexión sobre el cine que devora cine que es Mullholland Drive (2001); todo ello desembocaría en Inland Empire, algo más que un punto de llegada. Se trata de un electroshock dentro de una pesadilla donde el río interior de lo siniestro emerge con toda su violencia.

 

Una de sus últimas creaciones fue el cortometraje para Netflix What Did Jack Do?(¿Qué hizo Jack?). En él, Lynch entrevistaba a un mono. El animal no era violento, pero sí culpable, y a su modo recordaba a aquel otro animal que le acompañó durante más de una década. El perro más enfadado del mundo (The Angriest Dog In The World) protagonizó desde 1983 a 1992 la tira que el cineasta de Missoula publicó de forma indefectible en Los Angeles Rider. Semana a semana, una leyenda rezaba a modo de introducción: "El perro está tan enojado que no puede moverse. No puede comer. No puede dormir. Apenas puede gruñir. Atado estrechamente por la ira, se acerca al estado de 'rigor mortis'". El cómic distribuido en cuatro viñetas no cambiaba. Sólo lo hacían los bocadillos donde los vecinos humanos comentaban sus cosas estrictamente humanas. "Si todo es real, entonces nada es real", se leía por ejemplo. Y eso, claro, cabreaba al animal. Hasta el 'rigor mortis'. El caso del simio es distinto. Él está condenado a soportar el riguroso interrogatorio del propio Lynch. Y su problema es que amó profundamente, hasta perder el sentido, a la gallina Toototabon. Tan demencial, tan tierno, tan Lynch. "Lo siniestro altera la frontera entre lo vivo y lo muerto", dejó escrito Freud y Lynch le da la razón. Bebe café, fuma y asiente. Lynch ha muerto y el mundo es ya solo el agujero que deja el mayor de sus inventores, de sus soñadores, de sus creadores.